
por Cora Verón
Lejos de ser espacios clandestinos, estos establecimientos operaban con patente paga, abono mensual por alquiler, y tarifas especiales cada vez que se realizaban fiestas. Todo esto representaba una importante fuente de ingresos para la administración comunal. Las multas por incumplimientos también eran parte del sistema, y resultaban notablemente más altas que las aplicadas a otros rubros comerciales, evidenciando el valor económico y el control institucional que recaía sobre estas casas.
Cómo y dónde
Una de las casa de tolerancia de las que se tiene registro en nuestra ciudad es una que estuvo ubicada en la intersección de las calles Juan B. Justo e Independencia o M. Maiorano.
Pero volviendo al manejo general que se hacía con este tipo de actividad, el reglamento no solo abarcaba lo económico. La arquitectura de los locales estaba meticulosamente establecida: número y ubicación de ventanas, puertas, y sobre todo la condición de estar alejadas del centro urbano. Además, toda fiesta especial o particular que pretendieran hacer, debía ser notificada a las autoridades con anticipación por la regente, usualmente una mujer, aunque en los registros existentes consta el caso de un hombre a cargo de uno de estos establecimientos.
Una particularidad del sistema era la presencia del Estado en cuestiones sanitarias. Un médico designado por la comisión visitaba el local dos veces por semana, generalmente martes y sábados, para realizar chequeos a las trabajadoras, conocidas como pupilas. Estas debían estar en condiciones de higiene óptimas, y ante la sospecha de enfermedades venéreas como la sífilis, la mujer era aislada para su análisis. Este protocolo sanitario riguroso explicaba en parte el nombre “casa de tolerancia”: era una práctica que la sociedad aceptaba bajo supervisión del Estado, considerado un “mal necesario” para prevenir problemas sanitarios, familiares y legales —como posibles herencias reclamadas por hijos nacidos fuera del matrimonio.
La demanda de este tipo de servicio tenía una raíz clara en el fenómeno migratorio. Muchos hombres llegaban solos desde Europa y otros lugares del mundo, lo que disparó tanto la oferta como la necesidad de este tipo de trabajo, percibido entonces como una ocupación más dentro del entramado laboral.
El control estatal también se extendía al combate de la prostitución ilegal, común en cafetines o almacenes de despacho de bebidas. Las regentes solían denunciar estos casos, y en algunos registros municipales incluso aparecen reclamos al comisario local para intervenir. El ejercicio ilegal se definía por la falta de contribución al fisco: ni patente, ni alquiler, ni controles médicos.
Uno de los casos más llamativos conservados en el archivo histórico de Arroyo Seco narra la situación de una pupila enferma de sífilis que escapó del sifilicomio de Rosario, volvió a la casa de tolerancia, y fue nuevamente denunciada. La comisión solicitó entonces la intervención policial para requerir su libreta sanitaria y constatar el alta médica.
De pupila a la prostitución
Es importante destacar que, mientras las mujeres legalmente registradas eran llamadas pupilas, las que trabajaban por fuera del sistema eran etiquetadas simplemente como prostitutas.
En cuanto al posible origen de estas mujeres, las actas muestran que la mayoría eran de nacionalidad argentina, desmitificando la idea de una preponderancia extranjera. Aunque hubo una regente polaca, las trabajadoras provenían del interior del país, y su permanencia en cada casa solía ser breve.
Este sistema duró hasta 1936, año en que la Ley Nacional 12.331 de profilaxis y enfermedades venéreas, prohibió la prostitución en todo el territorio argentino. A partir de entonces, las casas de tolerancia fueron cerradas oficialmente.
Si bien por razones obvias no se conservan nombres de los clientes, en los documentos de la época se los menciona como “mayores contribuyentes”. Esto sugiere que no cualquiera podía acceder a los servicios porque las tarifas eran elevadas, tanto así que algunas instalaciones incluían hasta espacios para caballerizas, lo que da cuenta del poder adquisitivo de su clientela.
Así, las casas de tolerancia en Arroyo Seco no solo fueron un reflejo de la moral de una época, sino también una muestra de cómo el Estado intentaba regular lo inevitable, desde una mirada sanitaria, económica y social.